10 de febrero de 2009

El entierro


Mi hermano estaba completamente fuera de sí. Con la mirada extraviada. Trémulo. Y chillaba. De vez en cuando, abría la boca y chillaba. Cosas incomprensibles. Histérico.

Entonces mi padre me miró, con los ojos llenos de lágrimas, con los ojos anegados en lágrimas, tristes, muy tristes, me miró a mis ojos, a mis ojos secos, me cogió fuerte del brazo. ME haces daño, papá. Y me dijo

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano.

Yo, la fuerte. Yo, la que sostiene. Yo, la que aguanta. Yo, la que puede con todo. Yo, la que se derrumba y se levanta. Yo, la que abraza, la que levanta, la que recoge del camino, la que sigue caminando. Yo, la cansada de tener que ser fuerte.

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano. Me dice mi padre mirándome a los ojos, con sus ojos anegados en lágrimas. Pero yo no soy fuerte. No quiero ser fuerte. Quiero volver atrás, quiero ser una niña de nuevo, y que vengas tú, papá, y me protejas de todo, del mundo. Quiero volver a meterme debajo de la manta, volver a poder tener miedo. Y gritar: tengo miedo. No quiero. Me quiero quedar pequeña.

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano. No papá, pienso, no es que sea más fuerte, es que no lo quería. Y la dureza de las palabras resuena y martillea en mi cabeza. N o l o q u e r í a. Crueldad intolerable. Y me vienen mil recuerdos, del viejo fumando, del viejo de ojos verdes en la tienda, sentado, en su despacho. Del viejo hablando con mi hermano, de los soldados y del fusil. Del viejo. Del viejo que ya no está.

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano. Sí, claro papá. Qué remedio! Es lo que me ha tocado. No lo he escogido yo, pero te puedo asegurar que estoy cansada.

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