20 de febrero de 2009



Esta mañana, mientras me estaba preparando el café, no me di cuenta y se me cayó el corazón al fregadero. Estaba enjuagando la cafetera y ¡zás! Un desastre, porque había platos sucios de la noche anterior y se me ha puesto perdido. La verdad es que al levantarme había notado más molestias de lo habitual, pero no llegué a pensar que acabaría por caerse. Lo he limpiado como he podido, intentando aguantar el asco, la repugnancia que me provocaba la visión de esa carne violácea, viscosa, gelatinosa, que era parte de mí, que había sido parte de mí y que esta mañana había decidido emanciparse. Como los dientes de leche. Como la inocencia.

Lo he secado, cuidadosamente. Pero entonces he visto que estaba demasiado frío. Así es que lo he metido unos segundos en el microondas, para que recuperase un poco de calor, junto con la leche para el café. Dice Mrs Rexi que en las instrucciones del microondas dice que no se puede poner leche a calentar. Pero entonces, ¿para qué se compra la gente un microondas? ¿Y corazones? Al parecer, sí, porque en el librillo no decía nada. Al sacarlo, he visto que seguía teniendo un color sospechoso. Como de carne que empieza a pudrirse. Como cuando te olvidas de que tienes algo en la nevera y pasan los días y los días.

No sé qué hacer. No creo que a nadie le sobre por ahí uno. Tal y como está la vida de cara, es como para ir regalando las cosas. He pensado en poner un poquito en un bote, como hago con el kéfir, y cubrirlo de agua con azúcar y un pquito de sal, a ver si vuelve a activarse y crece y se reproduce, y entonces podré tener un par o tres de respuesto. De momento, y hasta que no encuentre una solución, lo he envuelto en albal y lo he metido en el congelador.

10 de febrero de 2009

El entierro


Mi hermano estaba completamente fuera de sí. Con la mirada extraviada. Trémulo. Y chillaba. De vez en cuando, abría la boca y chillaba. Cosas incomprensibles. Histérico.

Entonces mi padre me miró, con los ojos llenos de lágrimas, con los ojos anegados en lágrimas, tristes, muy tristes, me miró a mis ojos, a mis ojos secos, me cogió fuerte del brazo. ME haces daño, papá. Y me dijo

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano.

Yo, la fuerte. Yo, la que sostiene. Yo, la que aguanta. Yo, la que puede con todo. Yo, la que se derrumba y se levanta. Yo, la que abraza, la que levanta, la que recoge del camino, la que sigue caminando. Yo, la cansada de tener que ser fuerte.

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano. Me dice mi padre mirándome a los ojos, con sus ojos anegados en lágrimas. Pero yo no soy fuerte. No quiero ser fuerte. Quiero volver atrás, quiero ser una niña de nuevo, y que vengas tú, papá, y me protejas de todo, del mundo. Quiero volver a meterme debajo de la manta, volver a poder tener miedo. Y gritar: tengo miedo. No quiero. Me quiero quedar pequeña.

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano. No papá, pienso, no es que sea más fuerte, es que no lo quería. Y la dureza de las palabras resuena y martillea en mi cabeza. N o l o q u e r í a. Crueldad intolerable. Y me vienen mil recuerdos, del viejo fumando, del viejo de ojos verdes en la tienda, sentado, en su despacho. Del viejo hablando con mi hermano, de los soldados y del fusil. Del viejo. Del viejo que ya no está.

-Tú siempre has sido más fuerte que tu hermano. Sí, claro papá. Qué remedio! Es lo que me ha tocado. No lo he escogido yo, pero te puedo asegurar que estoy cansada.